Platero y yo, del escritor ganador del Premio Nobel, Juan Ramón Jiménez, resulta uno de los relatos más conmovedores que jamás haya leído...
Sobre todo si quieres que alguien te lo cuente antes de dormir...
I.
PLATERO
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto y se va por el prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándoals apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña... pero fuerte y seco como de piedra. Cuando paseo sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
-Tiene acero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
Luego otro capítulo muy bonito, que es uno de los que más me conmovió...
XLIX.
EL PERRO SARNOSO
Venía, a veces, flaco y anhlante, a la casa del huerto. El pobre andaba siempre huído, acostumbrado a los gritos y a las pedreas. Los mismos perros le enseñaban los colmillos. Y se iba otra vez, en el sol del mediodía, lento y triste, monte abajo.
Aquella tarde llegó detrás de Diana. Cuando yo salía, el guarda, que en un arranque de mal corazón había sacado la escopeta, disparó contra él. No tuve tiempo de evitarlo. El pobre perro, con el tiro en las entrañas, giró vertiginosamente un momento, en un redondo aullido agudo, y cayó muerto bajo una acacia.
Platero miraba al perro fijamente, erguida la cabeza. Diana, temerosa, andaba escondiéndose de uno en otro. El guarda, arrepentido quizá, daba largas razones no sabía a quién, indignándose sin poder, queriendo acallar su remordimiento. Un velo parecía enlutecer el sol; un velo grande, como el velo pequeñito que nubló el ojo sano del perro asesinado. Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos lloraban más reciamente en el hondo silencio aplastante que la siesta tendía por el campo aún de oro, sobre el perro muerto.