5.11.18

Palabra 1: necrofilia

Silencio
No recuerdo el momento exacto en el que mi esposa y yo dejamos de hablarnos. Nuestro silencio, quiero imaginar, se dio de modo gradual por la rutina de nuestras existencias. Nos habíamos acostumbrado a vivir, no uno con el otro, sino uno al lado del otro. Con los años, las conversaciones  sedimentadas se volvieron pétreas. Era lo más natural, pues habíamos decidido, quizás de modo inconsciente, llenar de escombro nuestra rutinaria vida juntos.
Éramos personas exitosas, entregadas por completo a nuestro trabajo. Decidimos no tener hijos... Ella lo decidió. No fue algo que hayamos platicado durante la cena, pues la cuestión de la progenie nunca fue parte de nuestras breves conversaciones, que tenían lugar sólo durante ese momento del día. Recuerdo que cierta noche, al volver a casa luego de una reunión con amigos, mi esposa dijo mientras se desvestía: “Ya tengo treinta y ocho años. Creo que no seré madre.” Y eso fue todo. Ahí me di cuenta que el tiempo nos transcurrió como quien pasa por las páginas de una revista, sin detenerse en su contenido. Tal vez los dos pensamos que el momento de ser padres nos llegaría de modo imprevisto, pero nunca ocurrió. Por esa época decidí tomar un proyecto de construcción en otro estado, sin saber que en mi propio hogar estaba erigiendo grandes paredes de mármol, infranqueables. Y con el tiempo, me di cuenta que en ese palacio de muros invernales, ni la luz ni el sonido podrían sobrevivir. Entre mi esposa y yo no había nada más de qué hablar.
Con el tiempo, hasta el silencio se volvió una rutina llevadera. Por las mañanas, mi mujer solía levantarse más temprano que yo para ir a trabajar. No había oportunidad de darnos los buenos días. Los fines de semana, a ella le gustaba mirar la televisión o salir con sus compañeras de trabajo. Yo prefería continuar mis asuntos laborales, me dedicaba a diseñar bocetos y planos o acompañaba a mis clientes a elegir terrenos. Durante el poco tiempo libre que me restaba, me gustaba leer algún libro. Para dormir, mi esposa y yo aún compartíamos el lecho, un amplio recuadro donde cómodamente podíamos descansar sin incomodarnos el uno al otro, no había necesidad de platicar inclusive. Los momentos antes de conciliar el sueño, cada quién se distraía con sus propios pasatiempos en el extremo de la cama que le correspondía.
Pese a nuestra distancia, mi mujer y yo no dejamos de intimar. Nuestros encuentros se hicieron cada vez más esporádicos, aunque no inexistentes. Pude haber intentado buscar a alguien más, pero estaba convencido que el silencio también podría ser una forma de vínculo entre los dos. Sin embargo, el hecho de que aún mantuviéramos ese tipo de proximidad, no lo hacía menos insólito. Carecíamos de ritual pre-amatorio. No había cortejo, caricias indebidas, ni sorpresa alguna. Para poder entrar a ella, sólo necesitaba acercarme a su oído y plantearle mi necesidad. Luego de externar una especie de quejido, se acostaba con el rostro boca abajo y separaba sus piernas. Ningún ruido expresaban sus labios durante los siete minutos que me tomaba la maniobra. Al terminar, yo besaba su cabeza, más como una expresión no verbal de agradecimiento, que una muestra de afecto.
Una noche llegué bebido a la casa con un sentimiento de desesperación que nunca antes había sentido. Necesitaba liberar la tensión de mi cuerpo hirviente, pero satisfacerme a solas no me pareció liberador. Ahí estaba ella. Ahí estaba yo. Como dije antes, no ejercí ninguna clase de ritual. Y esa noche, en vez de inmóvil piedra, fui magma violento. No sé qué tantas cosas hice. Le jalé el cabello. Mordí su hombro derecho. Sostuve por un momento su cuello. Pareció tomarlo bien porque se retorció un poco, al mismo tiempo que de su boca surgieron unos gemidos que nunca antes le había escuchado emitir. Su mano rasgó las sábanas cuando ella estaba sintiendo el máximo placer. Esa energía pronto se apoderó también de mí hasta que yo, volcán, hice erupción.
“¡Estuvo excelente Mayra!”, le dije, pero no sé si alcanzó a escuchar, pues de inmediato se quedó dormida. Pocos segundos más tarde también cedí al pesado sueño.
A la mañana siguiente desperté luego de un sueño reparador. Me hallaba más relajado que de costumbre y estuve seguro que el acto también a ella la había dejado agotada, pues aún continuaba descansando. Por unos breves segundos, nos imaginé en una nueva vida, pero, como dije antes, fue sólo un instante. Me arreglé y, como de costumbre, no nos despedimos. Cuando regresé por la tarde, también estaba su automóvil, pero no había indicios de que hubiera llegado. Titubeé unos instantes, pero al final, decidí llamarla en voz alta. No hubo respuesta. Parecía estar fuera de casa, así que decidí salir también. Toda la tarde me pregunté si Mayra no estaría torturándome o evitando tener otro acercamiento conmigo. Esa mujer tenía un corazón de roca.
Decidí volver tarde para no obligarme a hablar con ella. Cuando llegué y la encontré en la alcoba,  recostada sobre su pecho, sentí un gran alivio al hallarla dormida, “así no tengo que hablar con ella”, pensé.
Luego de desvestirme, sin prisa me introduje en la cama. Leí un poco, apagué mi lámpara y me disponía a dormir, pero de su lado, la luz continuaba encendida. No quise levantarme de la cama sólo para maniobrar el interruptor, así que pasé el brazo sobre su hombro, acariciándola sin querer. Su piel de hielo me congeló el aliento. Con terror, volví a tocar a Mayra. Su cuerpo, yerto y frío, parecía una lápida. No supe cuándo ocurrió, no supe de qué manera. Alcancé a levantar mecánicamente el auricular para pedir una ambulancia. Dijeron que tardarían 15 minutos.
Me levanté de la cama, trémulo. Di vueltas por el cuarto con la misma desesperación que la noche anterior me había embargado. Imaginé la vida sin ella. “¿Qué extrañaría de Mayra?”, me pregunté. El sobresalto me duró poco al cuestionarme aquello. Lo cierto es que la sorpresa de encontrarla en ese estado fue más grande que mi temor a perderla. La miré de reojo a lo lejos, ahí estaba. Boca abajo, con las piernas abiertas. Parecía estar invitándome a la cama. Quince minutos. ¿Qué diferencia tendría a la noche anterior? Si para mí, desde hace algunos años, ya parecía estar muerta.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Caray Brenda, esto está excelente!, deberías dedicarte de tiempo completo a la escritura de thrillers y guiones de películas:0

yesporner dijo...
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