http://pollitoaventuras.blogspot.mx/2008/02/vernica.html
y acá, les dejo el cuento que acabo de arreglar sobre esa entrada:
Un microcuento.
El olvido, esa catarata extraña
que invade nuestra sinapsis. Esa gangrena de la memoria que contagia todas las
células muertas de nuestra existencia. El olvido son los calcetines que se
pierden en la lavadora, el perro callejero que pasa sin ser notado, o la cena
que hice hace un mes. El olvido es una bendición y una maldición.
Yo tengo la maldición de la mala
memoria, bien podría decir que mi existencia es una muerte constante y presente.
Por eso, para mí, recordar es siempre un evento magnífico, le dedico narraciones
de una cuartilla, que luego celebro y comparto, para no morir. Ahora toca rescatar de la muerte de los
recuerdos uno de ellos, transformado de una descarga eléctrica cerebral al
pequeño cuento que les voy a narrar.
Conocí a Verónica durante el
primer año de secundaria. Era mi mejor amiga. Bueno, de esas amigas que duran
un año escolar. Era muy excéntrica. A veces la recuerdo con una pelusa blanca por suéter, o corriendo en el patio de mi casa como pollito con su blusita amarilla. Realmente no me imagino qué pensaba o qué
sentía, pero arrastraba la tristeza como quien carga un cadáver. Los profesores siempre la regañaban porque no
llevaba tareas, y pocas veces la vi disfrutar la vida como todos los chavos que
están chavos y se les hace fácil. A mi se me figuraba que era porque su madre no
tenía madre y en vez de madre era una carcelera.
Lo que estaba de moda en la
secundaria era pinteársela, y recuerdo que ella me acompañó una sola vez porque
siempre tuvo miedo de su mamá. La invité otras veces pero el pretexto ya me lo
sabía de memoria: "yo sé que ella es capaz de hablar todos los días a la
escuela para ver si salí temprano... Mejor ya me voy a la casa.” Y tomaba el
camión.
Me contaba muchas cosas extrañas
que yo no sabía si creerle. Decía que en su casa se aparecían muertos, que
sabía tocar el violín y que estaba enferma, luego me contaba historias que me
dejaban un amargo sabor, como la vez que tuvo miedo porque un hombre borracho,
amigo de su mamá, intentó entrar a la fuerza una noche a su cuarto, y que nadie
le creyó, ni siquiera porque ella constantemente les decía que la miraba mucho
o buscaba cualquier oportunidad para rozarla.
Era muy extraña la manera como
la sobreprotegían. No la dejaban usar el teléfono ni cruzar palabra con
muchachos. Cuando me marcaba, era siempre para que le devolviera la llamada. En
la voz de las confidencias me decía: "márcame, pero no podemos durar más
de quince minutos hablando." A veces ella telefoneaba a escondidas y en la
parte más interesante de la conversación decía: “¡ya llegó mi abuela, me-tengo-que-ir-adiós!”. Y luego, el vacío del abandono abrupto seguido del tono de llamada terminada.
Pobre. Siempre la tenían
vigilada, pero dudo que les haya importado realmente. Su familia y su casa eran
un altar a la decadencia. Ella misma era el símbolo de lo indeseado. Tal vez
los encierros eran sólo una extensión del disgusto que le tenían.
También me contaba historias que
involucraban muchachos guapos. Me decía que la invitaban a jugar semana
inglesa, verdad o reto y otros juegos de coqueteo pueril. Nunca le creí. No sé
qué clase de fantasías adolescentes habrá tenido con los chicos, apenas sí
llamaba la atención: era delgada, tenía cabello largo, negro y rizado, piel blanca, ojos grandes,
labios gruesos... La verdad es que no era tan bonita, más bien una chica normal, pero me atrevo a decir
que algún día hubiera podido llegar a convertirse en una muchacha muy guapa.
Eso, si no hubiera muerto a los catorce años. Pobre vida de microcuento.
Fin.
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