Uno de los ejemplos históricos más emocionantes acerca de la palabra y el poder, fue allá en la época de Benito Juárez y las Leyes de Reforma, cuando éste se la pasaba huyendo por aquello de los enfrentamientos entre Liberales y Conservadores.
Resulta que el entonces presidente Juárez, había trasladado su gobierno a la ciudad de Guadalajara, donde el Tribunal de Justicia se acondicionó para recibirlo. Acababa de llegar a sus manos la noticia de una derrota en la batalla de Salamanca y se encontraban muy apesadumbrados. Supusieron que muchos de sus aliados también lo estarían, y siendo Benito Juárez aún el presidente oficial de nuestra nación, decidió redactar un mensaje de tranquilidad al país, y para ello se reunió con sus allegados en una salita de juntas de dicho Tribunal. Lo que ocurrió después, ninguno se lo tenía esperado. Resulta que, según recuerdo, fueron traicionados por el propio ejército que supuestamente los cuidaba en ese lugar (pinchis jalisciences, siempre del lado de la iglesia) y entró un "comando armado" al Tribunal de Justicia para terminar de una vez con la vida de Benito Juárez. Según Guillermo Prieto, -el que mejor describe lo ocurrido ese día porque estuvo ahí-, exclamó que Benito Juárez siempre se mantuvo sereno y que cuando el general Filomeno Bravo dio la orden de fusilarlo, éste permaneció dignamente en pie. No sabemos si fue cierto, pero igual podríamos tomar como ciertas sus palabras, porque generalmente, quienes escriben la historia, son los que dominaron la guerra y el discurso. Pero bueno, volviendo a la historia, Filomeno Bravo estaba dando la orden de que sus soldados se pusieran en posición para fusilar a Benito Juárez, y Guillermo Prieto narra a continuación:
Aquella terrible columna, con sus armas cargadas hizo alto frente a la puerta del cuarto... y sin más espera y sin saber quién daba las voces de mando, oímos distintamente: "¡Al hombro! ¡Presenten! Preparen! ¡ Apunten!..."
Como tengo dicho el señor Juárez estaba en la puerta del cuarto; a la vez de "apunten", se asió del pestillo de la puerta, hizo hacia atrás su cabeza y esperó...
Los rostros feroces de los soldados, su ademán, la conmoción misma, lo que yo amaba a Juárez... yo no sé... se apoderó de mí algo de vértigo o de cosa de que no me puedo dar cuenta... Rápido como el pensamiento, tomé al señor Juárez de la ropa, lo puse a mi espalda, lo cubrí con mi cuerpo... abrí mis brazos... y ahogando la voz de "fuego" que tronaba en aquel instante, grité: "¡Levanten esas armas!, ¡levanten esas armas!, ¡los valientes no asesinan...!" y hablé, hablé, yo no sé qué hablaba en mí que me ponía alto y poderoso, y veía entre una nube de sangre, pequeño todo lo que me rodeaba; sentía que lo subyugaba, que desbarataba el peligro, que lo tenía a mis pies... Repito que yo hablaba, y no puedo darme cuenta de lo que dije... a medida que mi voz sonaba, la actitud de los soldados cambiaba... un viejo de barbas canas que tenía al frente, y con quien me encaré diciéndole: "¿Quieren sangre? ¡Bébanse la mía...!" alzó el fusil... los otros hicieron lo mismo... Entonces vitoreé a Jalisco.
Los soldados lloraban, protestando que no nos matarían y así se retiraron como por encanto... Bravo se pone de nuestro lado. Juárez se abrazó de mí... mis compañeros me rodeaban, llamándome su salvador y salvador de la Reforma... mi corazón estalló en una tempestad de lágrimas.Gracias a Guillermo Prieto, Juárez salvó la vida. De hecho, ha sido de los pocos personajes históricos de aquella época tumultuosa que murió en la paz de su cama. Prieto también murió de viejo, en Tacubaya. A ambos los salvaron las palabras.
Esta historia la leí cuando estudiaba primaria, venía en uno de los libros de lecturas de aquel entonces que tenían historias tan maravillosas como "Francisca y la muerte" o "El leve Pedro". Sólo que en esa época yo no estaba tan inmiscuida en la importancia del lenguaje. No fue sino hasta que trabajé en Atención Telefónica, vendiendo engañosos planes tarifarios a personas que trabajaban en la maquila, me di cuenta del poder que tiene el discurso. Trabajar cuatro horas diarias durante todos los días, repitiendo el mismo guión en cada llamada, me dio la facultad de observar cómo cada palabra cuenta. Resulta que cambiando sólo algunas expresiones y demás, podía hacer una llamada perfecta, pero sin obligarlos a que compraran un plan tarifario. Había veces que me fallaba, y téngale, terminaba vendiendo uno. Pero luego hacía algunas tranzas como llenar mal la forma para que el equipo jamás llegara a sus manos y, por lo tanto, jamás se llevara a cabo el contrato. Es extraño, lo sé, sobre todo porque generalmente los vendedores buscan vender esos planes. Afortunadamente, yo no trabajaba por comisión.
El pedo con el discurso es, pues, dominarlo. Si dominas el lenguaje, puedes tener poder sobre todo lo que te rodea. Sin embargo, así como hay palabras de las que todos podemos hacer uso, unos más encuentran palabras prohibidas, y muy probablemente también tengan un poco limitado el poder en su discurso. Para algunas personas son las majaderías o con asuntos sexuales, los albures son un código más secreto y las referencias rimbombantes todavía menos accesibles para otra cantidad de personas. Pero a mí me extrañaba especialmente en un amigo, que tenía su propia palabra innombrable, y no precisamente referida a un objeto, sino a una persona. Nadie podía decir nunca el nombre de ella porque éste emanaba una malvibrosa incomodidad. Me pregunto qué pasaría si él, de pronto, decidiera nombrarla y, de esa forma, ir desgastando poco a poco su presencia.
Se dice que cuando uno nombra algo, lo posee. Las personas de la antigüedad comenzaron a nombrar las cosas para poder poseerlas, el mismo Adán en la Biblia, tiene la capacidad de nombrar las cosas para sentirlas más suyas. Por eso dicen que cuando tienes un problema, debes hablarlo, soltarlo, y de esa forma, si bien será más tuyo, poco a poco se irá desgastando. Como cuando repites una palabra tantas veces que pierde sentido. Así debería ser con los recuerdos dolorosos y las palabras que no queremos evocar.
Hay gente que intenta sepultar de golpe sus recuerdos, asesinarlos, pero no se dan cuenta que permanecen largo tiempo en su memoria, como la culpa ante un homicidio.
Es cierto, los valientes no asesinan sus recuerdos. Los nombran y los aceptan suyos. Los nombran tantas veces hasta que, poco a poco, sean cubiertos de olvido.
1 comentario:
Me fascina tu linea de pensamiento!
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